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Seminario de literatura griega
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Bibliografía

Básica y de referencias Obras completas de
Alfonso Reyes:
Vol. XVI. Religión griega. Mitología griega.
Vol. XVII. Los heroes. Junta de sombras.
Vol. XVIII. Estudios helénicos.
Vol. XIX. Poemas Homéricos. La Ilíada. La afición de Grecia.
Vol. XX. Rescoldo de Grecia. La filosofía helenística.
Vol. XXI. Los siete sobre Deva.

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CULTURA EN LA GRECIA CLÁSICA

Artes. Los historiadores consideran los siglos atenienses V y IV a.C como el periodo de oro de la escultura y la arquitectura en la Grecia clásica. En este período, los elementos decorativos y la técnica empleada casi no variaron respecto del anterior; lo que le caracteriza es la cantidad de obras ejecutadas con un alto grado de refinamiento y perfección de los trabajos realizados. Se trata de obras de carácter fundamentalmente religioso, es decir, santuarios y templos. Dice Alfonso Reyes:

"11. Las artes de Grecia fueron eminentemente religiosas. La
verdadera estatuaria helénica comienza en el siglo vii (estatua
ofrecida por Nicandra; imágenes votivas de piedra, bronce,
terracota y marfil; la Dama de Auxerre, del Louvre).
Pues el Apolo de Amiclea descrito por Pausanias es más
bien obra micénica atribuible al siglo viii. De 480 en adelante
el progreso es ya incontenible (Apolo Olimpio en el
frontón del templo de Zeus; Zeus crisoelefantino de Fidias,
también en Olimpia, que, según Quintiliano, “añadió algo a
1a religión establecida”; Atenea crisoelefantina de Fidias
en el Partenón ateniense; Hera de Polícleto en Argos; escenas
de muros y vasos del siglo y, al estilo de Polignoto).
Dioses y héroes han cobrado forma definitiva.* En el siglo
iv, la idealidad evoluciona hacia el realismo (Hermes
de Olimpia, Afrodita de Cnido, obras ambas de Praxiteles).


Se multiplican las deidades menores y las alegorías. Con la
edad helenística, Grecia recibe y devuelve ciertas influencias
orientales (Serapis, Isis, Harpócrates-Horus) - Las figuras
infantiles, que antes sóio eran adultos pequeños, adquieren
carácter propio. El arte se teatraliza un tanto (Afrodita de
Melos, Apolo de Belvedere; Deméter y Ártemis de Demofonte,
en Mesenia; Tyché de Eutícides, en Antioquía). La Batalla
de Dioses contra Gigantes en el altar de Zeus y Atenea, de
Pérgamo, nos muestra ya un arte erudito.
(De paso: el gran arte imita y sublima la auténtica religión
del pueblo. Así como el humilde creyente de nuestros
días se encariña con su estampita mal pintada, la sencilla
gente de Grecia bien pudo vincular su fe, más que en la majestuosa
Atenea de Fidias, en la tosca imagen de olivo que,
en el Erecteón, parecía esperar sus plegarias desde el tiempo
de sus abuelos.)


Hermes de Praxiteles


12. Las letras nos sitúan en la plena luz de la historia. En calidad de documentos para el estudio de la religión griega, ellas dominan el tesoro de las artes plásticas. Si en la prehistoria teníamos una colección de imágenes ‘sin texto, ahora contamos con textos profusamente ilustrados.
Las referencias literarias a la religión son, por su carácter mismo, incidentales e incompletas. Los testimonios de la poesía son involuntarios y libremente imaginativos. No sabemos hasta dónde llega el dato popular y admitido, y dónde empieza la subjetividad poética. Los humanistas se formaron una idea muy artificial de la religión griega mientras sólo se fundaron en los monumentos de la poesía.
Con todo, el mayor caudal de nuestras informaciones
procede de los autores griegos: Homero y Hesíodo, los Himnos Órficos más antiguos, Heródoto, los trágicos, Aristófanes,Teofrasto, Apolonio de Rodas, tal fragmento de Calímaco, el Asno de oro del latino Apuleyo sobre los Misterios decadentes, Estrabón, Plutarco, Pausanias, etc.
Entre los primeros escritores cristianos, algunos iniciados en los Misterios gentiles antes de optar por su vocación, y
todos situados en la hora de los destinos, ofrece singular interés San Clemente de Alejandría.


13. Las últimas investigaciones han permitido progresos
considerables que fueron precedidos por verdaderas adivinaciones
del genio. Karl Otfried’ Müller, a comienzos del pasado
siglo (XIX), quiso, con los elementos escasos de que entonces se
disponía, reconstruir una Grecia anterior a Homero. A fines
del propio siglo, y también sin los recursos actuales, Erwin
Rohde echó una mirada tentativa sobre una posible religión
antehomérica, cuyas consecuencias se dejaban sentir en los
rasgos de la Grecia histórica.* La hora no había llegado aún,
pero no es posible esperar los avisos providenciales.
¿Ha llegado ya esa hora? Toda síntesis es provisional,
todo estudio es inacabable. Todos nuestros empeños mañana
parecerán prematuros. La Philosophía secreta del Br. Juan
Pérez de Moya —resumen del conocimiento que la España
del siglo xvi logró alcanzar sobre las religiones de la antigiiedad
greco-romana— duerme hoy en las colecciones de
“clásicos olvidados”, junto con otras reliquias del erudito.
¡Si al menos nos esperara esta suerte!"
México, noviembre de 1950.

Reyes Alfonso. Religión griega. Obras completas Vol XVI. Fondo de Cultura Económica, México, pp. 28-30

Friedrich Nietzsche. El origen de la tragedia.

"Mucho habremos ganado para la ciencia estética cuando hayamos llegado no sólo al discernimiento lógico, sino a la seguridad inmediata de la intuición de que el desarrollo continuado del arte está ligado a la duplicidad de lo apolíneo y lo dionisíaco: de forma similar a como la generación depende de la dualidad de sexos, en lucha permanente y en reconciliación que sólo se produce periódicamente. Esos nombres los tomamos en préstamo a los griegos, los cuales a quien discierne le hacen perceptibles las profundas doctrinas secretas de su intuición del arte no, ciertamente, con conceptos, sino con las figuras penetrantemente claras del mundo y sus dioses. Con sus dos divinidades del arte, Apolo y Dioniso, se enlaza nuestro conocimiento de que en el mundo griego subiste una antítesis monstruosa, en origen y metas, entre el arte del escultor, el arte apolíneo y el arte no-escultórico de la música, que es el arte de Dioniso: ambas pulsiones tan diferentes van en compañía, las más de las veces en abierta discordancia entre ellas y excitándose mutuamente para tener partos siempre nuevos y cada vez más vigorosos, con el fin de que en ellos se perpetúe la lucha de aquella antítesis, sobre la cual la común palabra “arte” tiende un puente sólo en apariencia; hasta que finalmente, aparecen, gracias a un milagroso acto metafísico de la “voluntad” helénica apareados entre sí, y en ese apareamiento engendran por último la obra de arte de la tragedia ática, que es dionisíaca en la misma medida que apolínea.
Para poner a nuestro alcance esas dos pulsiones imaginémoslas, primero, como los mundos artísticos separados de los sueños y de la embriaguez; entre cuyos fenómenos fisiológicos se puede notar una antítesis que se corresponde con la existente entre lo apolíneo y lo dionisíaco. En los sueños se presentaron por vez primera, según la versión de Lucrecio, las magnificas figuras de los dioses ante las almas de los hombres, en los sueños veía el gran escultor la fascinante construcción de los cuerpos de seres sobrehumanos, y el poeta helénico, interrogado acerca de los secretos de la procreación poética, también habría hecho alusión a los sueños y habría dado una instrucción similar a la que da Hans Sachs en Los maestros cantores:

Amigo mío, ésta es justamente la obra del poeta,
observar e interpretar sus sueño.
Creedme, la ilusión más verdadera del hombre
se le ofrece en los sueños;
Todo arte poético y toda poesía
no es sino interpretación de sueños verdaderos.

La bella apariencia de los mundos oníricos, en cuya producción todo hombre es artista completo, es el presupuesto de todo arte figurativo e incluso, como veremos, de una mitad importante de la poesía. Nosotros gozamos en la comprensión inmediata de la figura, todas las formas nos hablan, no hay nada indiferente ni innecesario. En la vida culminante de esta realidad onírica aún tenemos, sin embargo, la sensación traslúcida de su apariencia: ésta es al menos, mí experiencia, en defensa de su frecuencia, sí, de su normalidad, podría aportar muchos testimonios y las máximas de los poetas. El hombre filosófico tiene hasta el presentimiento de que también debajo de esta realidad en la que vivimos y somos está oculta una segunda realidad completamente diferente, esto es, que la primera también es una apariencia; y al don que permite que los seres humanos y todas las cosas se presenten en determinadas ocasiones como meros fantasmas o imágenes oníricas, Schopenhauer lo califica claramente como la señal distintiva de la aptitud filosófica. El filósofo se relaciona con la realidad de la existencia de la misma manera que el ser humano sensible al arte se comporta con la realidad de los sueños; la contempla a conciencia y a gusto; pues desde esas imágenes él se interpreta la vida, en esos sucesos se ejercita para la vida. No son sólo precisamente las imágenes agradables y amistosas las que experimenta en sí mismo con comprensión total: también lo serio, turbio, triste y tenebroso, los impedimentos repentinos, las bromas al azar, las esperas llenas de desasosiego, en una palabra, toda la “divina comedia” de la vida, con su Inferno, desfila ante él, no sólo como un juego de sombras -puesto que en esas escenas él también vive y comparte los sufrimientos-, y sin embargo, tampoco sin aquella sensación fugaz de apariencia; y tal vez recuerden varios, como yo, que a veces, en los peligros y terrores de los sueño, se han gritado, animándose a sí mismo, y con éxito: “¡Es un sueño! ¡Quiero seguir soñándolo!”. Así me lo han contado también de personas que estuvieron en condiciones de continuar durante tres y más noches seguidas la causalidad de uno y el mismo sueño: hechos que dan claramente testimonio de que nuestra esencia más intima, el substrato común de todos nosotros, vive en si la experiencia de los sueños con profundo placer y con alegre necesidad.
Esta alegre necesidad de la experiencia onírica también la expresaron los griegos en su Apolo: Apolo en tanto que dios de todas las fuerzas figurativas, es a la vez el dios vaticinador. Él, que según su etimología es el “resplandeciente” [“Schinende”], la divinidad de la luz, domina también la bella apariencia [Schein] del mundo interno de la fantasía. La verdad superior, la perfección de estos estados en contraposición con la parcialmente comprensible realidad diurna, así como la profunda conciencia de que en el dormir y el soñar la naturaleza cura y ayuda, todo ello es, a la vez, el analogon simbólico de la capacidad vaticinadora y de las artes en general, gracias a las cuales la vida se hace posible y digna de ser vivida. Pero aquella delicada línea que a la imagen onírica no le es lícito sobrepasar para no producir efectos patológicos, pues de lo contrario, la apariencia nos engañaría como si fuese grosera realidad - tampoco es lícito que falte en la imagen de Apolo: la mesurada limitación, el estar libre de las agitaciones más salvaje, el sabio sosiego del dios escultor. Su ojo, de acuerdo con su origen, ha de ser “solar”; aun cuando esté enojado y mire de mal humor, la solemnidad de la bella apariencia le recubre. Y de este modo podría ser válido para Apolo, en un sentido excéntrico, aquello que Shopenhauer dice del hombre cogido por el velo de Maya. El mundo como voluntad y representación, I, p. 416: “Como en el mar embravecido, que ilimitado por doquier, entre aullidos hace que montañas de olas asciendan y se hundan, un navegante está en una barca confiando en la débil embarcación; así está en medio de un mundo de tormentas, tranquilo el hombre individual, sostenido y confiando en el pricipium individuationis” Incluso habría que decir de Apolo que él han alcanzado su mas sublime expresión la confianza imperturbable en el principium y el tranquilo estar ahí de todo el que se encuentre cogido en él, e incluso se podría designar a Apolo como la magnifica imagen divina del pricipium individuationis, con cuyos gestos y miradas nos hablarían todo el placer y toda la sabiduría de la “apariencia”, en compañía de su belleza.
En el mismo pasaje Schopenhauer nos ha descrito el horrible espanto que conmociona al hombre cuando, de repente, en las formas de conocimiento del fenómeno ya no sabe a qué atenerse mientras el principio de razón parece que sufre, en una cualquiera de sus configuraciones, una excepción. Si a este espanto le añadimos el éxtasis lleno de delicias que, en la misma ruptura del principium individuationis se eleva desde el fondo más íntimo del hombre y de la misma naturaleza, entonces tendremos una visión de la esencia de lo dionisíaco, a la cual la analogía de la embriaguez es la que nos la pone más a nuestro alcance. Aquellas agitaciones dionisíacas, en cuya intensificación lo subjetivo desaparece hasta el autoolvido completo, se despiertan bien por el influjo de la bebida narcótica, de la que haban en himnos todos los hombres y pueblos originarios, o bien en la poderosa inminencia de la primavera, que con placer se infiltra por toda la naturaleza. También en la Edad Media alemana, y hallándose bajo esa misma violencia dionisíaca, multitudes cada vez mayores iban dando vueltas de un sitio a otro, cantando y bailando: en estos danzante de San Juan y de San Vito reconocemos nosotros los coros báquicos de los griegos, con su prehistoria en Asia Menor, remontándose hasta Babilonia y los orgiásticos saceos. Hay hombres que, por falta de experiencia o por estupidez, se apartan de tales fenómenos como de “enfermedades del pueblo”, ridiculizándolos o lamentándolos desde el sentimiento de su propia salud: los pobres no sospechan, desde luego, qué cadavérico y fantasmagórico es el aspecto que tiene precisamente esa “salud” suya cuando pasa junto a ellos en plena efervescencia la vida ardiente de los entusiastas dionisíacos.
Bajo la magia de lo dionisiaco no sólo se remueva la alianza entre los humanos: también la naturaleza alienada, hostil o subyugada celebra de nuevo su fiesta de reconciliación con su hijo perdido, el hombre. De manera voluntaria ofrece la tierra sus dones y pacíficamente se acercan las fieras de las rocas y del desierto. El carro de Dionisos está cubierto de flores y guirnaldas: bajo su yugo la pantera y el tigre caminan paso a paso. Transfórmese el “Canto a la Alegría” de Beethoven en una pintura y no se quede nadie atrás con su imaginación cuando millones se postran en el polvo llenos de escalofríos: de esta manera podremos acercarnos a lo dionisíaco. Ahora el esclavo es hombre libre, ahora se rompen, todas las rígidas, hostiles delimitaciones que la necesidad, la arbitrariedad o la “moda atrevida” han establecido entre los hombres. Ahora, en el evangelio de la armonía de los mundos, cada cual se siente no sólo unido, reconciliado, fundido con su prójimo, sino hecho uno con él, como si el velo de Maya estuviera roto y tan sólo revolotease en jirones ante lo misterioso Uno-primordial. Cantado y bailando se exterioriza el hombre como miembro de una comunidad superior: ha desaprendido a andar y a hablar y está en camino de alzar el vuelo por los aires bailando. En sus gestos habla la transformación mágica. Así como ahora los animales hablan y la tierra da leche y miel, así también en él resuena algo sobrenatural: se siente dios, él mismo ahora anda tan extático y erguido como veía en sueños que andaban los dioses. El hombre ya no es artista, se ha convertido en su obra de arte: la violencia artística de la naturaleza entera se revela aquí bajo los escalofríos de la embriaguez para la suma satisfacción deliciosa de lo Uno-primordial. La arcilla más noble, el mármol más preciado son aquí amasado y tallados, el ser humano, y a los golpes de cincel del artista dionisíaco de los mundos resuena la llamada de los misterios elusinos: “¿Caéis postrados, millones?, ¿presientes tú al creador?"
Friedrich Nietzsche. El origen de la tragedia.

 

 

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