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Platón

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Obras completas de Platón
Patricio de Azcárate


Fedón
o del Alma

 

– Sócrates
– Apolodoro
– Equecrates{1}
– Cebes
– Simmias
– Critón.
– Fedón
– Jantipa
– El servidor de los Once


– Equecrates
Fedón, ¿estuviste tú mismo cerca de Sócrates el día que bebió la cicuta en la prisión, o sólo sabes de oídas lo que pasó?
– Fedón
Yo mismo estaba allí, Equecrates.
– Equecrates
¿Qué dijo en sus últimos momentos y de qué manera murió? Te oiré con gusto, porque no tenemos a nadie que de Flionte vaya a Atenas; ni tampoco ha venido de Atenas ninguno que nos diera otras noticias acerca de este suceso, que la de que Sócrates había muerto después de haber bebido la cicuta. Nada más sabemos.
– Fedón
¿No habéis sabido nada de su proceso ni de las cosas que ocurrieron?
– Equecrates
Sí; lo supimos, porque no ha faltado quien nos lo refiriera; [20] y sólo hemos extrañado el que la sentencia no hubiera sido ejecutada tan luego como recayó. ¿Cuál ha sido la causa de esto, Fedón?
– Fedón
Una circunstancia particular. Sucedió que la víspera del juicio se había coronado la popa del buque que los atenienses envían cada año a Delos.
– Equecrates
¿Qué buque es ese?
– Fedón
Al decir de los atenienses, es el mismo buque en que Teseo condujo a Creta en otro tiempo a los siete jóvenes de cada sexo, que salvó, salvándose a sí mismo. Dícese que cuando partió el buque, los atenienses ofrecieron a Apolo que si Teseo y sus compañeros escapaban de la muerte, enviarían todos los años a Delos una expedición; y desde entonces nunca han dejado de cumplir este voto. Cuando llega la época de verificarlo, la ley ordena que la ciudad esté pura, y prohíbe ejecutar sentencia alguna de muerte antes que el buque haya llegado a Delos y vuelto a Atenas; y algunas veces el viaje dura mucho, como cuando los vientos son contrarios. La expedición empieza desde el momento en que el sacerdote de Apolo ha coronado la popa del buque, lo que tuvo lugar, como ya te dije, la víspera del juicio de Sócrates. Dé aquí por qué ha pasado tan largo intervalo entre su condena y su muerte.
– Equecrates
¿Y qué pasó entonces? ¿Qué dijo, qué hizo? ¿Quiénes fueron los amigos que permanecieron cerca de él? ¿Quizá los magistrados no les permitieron asistirle en sus últimos momentos, y Sócrates murió privado de la compañía de sus amigos?
– Fedón
No; muchos de sus amigos estaban presentes; en gran número. [21]
– Equecrates
Tómate el trabajo de referírmelo todo, hasta los más minuciosos pormenores, a no ser que algún negocio urgente te lo impida.
– Fedón
Nada de eso; estoy desocupado, y voy o darte gusto; porque para mí no hay placer más grande que recordar a Sócrates, ya hablando yo mismo de él, ya escuchando a otros que de él hablen{2}.
– Equecrates
De ese mismo modo encontrarás dispuestos a tus oyentes; y así, comienza, y procura en cuanto te sea posible no omitir nada.
– Fedón
Verdaderamente este espectáculo hizo sobre mí una impresión extraordinaria. Yo no experimentaba la compasión que era natural que experimentase asistiendo a la muerte de un amigo. Por el contrario, Equecrates, al verle y escucharle, me parecía un hombre dichoso; tanta fue la firmeza y dignidad con que murió. Creía yo que no dejaba este mundo sino bajo la protección de los dioses, que le tenían reservada en el otro una felicidad tan grande, que ningún otro mortal ha gozado jamás otra igual; y así, no me vi sobrecogido de esa penosa compasión que parece debía inspirarme esta escena de duelo. Tampoco sentía mi alma el placer que se mezclaba ordinariamente en nuestras pláticas sobre la filosofía; porque en aquellos momentos también fue este el objeto de nuestra conversación; sino que en lugar de esto, yo no sé qué de extraordinario pasaba en mí; sentía como una mezcla, hasta entonces desconocida, de placer y dolor, cuando me ponía a considerar que dentro de un momento [22] este hombre admirable iba a abandonarnos para siempre; y cuantos estaban presentes, se hallaban, poco más o menos, en la misma disposición. Se nos veía tan pronto sonreír como derramar lágrimas; sobre todo a Apolodoro; tú conoces a este hombre y su carácter.
– Equecrates
¿Cómo no he de conocer a Apolodoro?
– Fedón
Se abandonaba por entero a esta diversidad de emociones; y yo mismo no estaba menos turbado que todos los demás.
– Equecrates
¿Quiénes eran los que se encontraban allí, Fedón?
– Fedón
De nuestros compatriotas, estaban: Apolodoro, Critóbulo y su padre, Criton, Hermógenes, Epigenes, Esquines y Antistenes{3}. también estaban Ctesipo, del pueblo de Peanea, Menexenes y algunos otros del país. Platón creo que estaba enfermo.
– Equecrates
¿Y había extranjeros?
– Fedón
Sí; Simmias, de Tebas, Cebes y Fedóndes; y de Megara, Euclides{4} y Terpsion.
– Equecrates
Arístipo{5} y Cleombroto, ¿no estaban allí?
– Fedón
No; se decía que estaban en Egina.
– Equecrates
¿No había otros?
– Fedón
Creo que, poco más o menos, estaban los que te he dicho. [23]
– Equecrates
Ahora bien; ¿sobre qué decías que había versado la conversación?
– Fedón
Todo te lo puedo contar punto por punto, porque desde la condenación de Sócrates no dejamos ni un solo día de verle. Como la plaza pública, donde había tenido lugar el juicio, estaba cerca de la prisión, nos reuníamos allí de madrugada, y conversando aguardábamos a que se abriera la cárcel, que nunca era temprano. Luego que se abría, entrábamos; y pasábamos ordinariamente todo el día con él. Pero el día de la muerte, nos reunimos más temprano que de costumbre. Habíamos sabido la víspera, al salir por la tarde de la prisión, que el buque había vuelto de Delos. Convinimos todos en ir al día siguiente al sitio acostumbrado lo más temprano que se pudiera, y ninguno faltó a la cita. El alcaide, que comúnmente era nuestro introductor, se adelantó, y vino donde estábamos para decirnos que esperáramos hasta que nos avisara, porque los Once{6}, nos añadió, están en este momento mandando quitar los grillos a Sócrates, y dando orden para que muera hoy. Pasados algunos momentos, vino el alcaide y nos abrió la prisión. Al entrar, encontramos a Sócrates, a quien acababan de quitar los grillos, y a Jantipa, ya la conoces, que tenía uno de sus hijos en los brazos. Apenas nos vio, comenzó a deshacerse en lamentaciones, y a decir todo lo que las mujeres acostumbran en semejantes circunstancias. ¡Sócrates –gritó ella–, hoy es el último día en que te hablarán tus amigos y en que tú les hablarás! Pero Sócrates, dirigiendo una mirada a Criton, le dijo: que la lleven a su casa. En el momento, algunos esclavos de Criton condujeron a Jantipa, que iba dando [24] gritos y golpeándose el rostro. entonces Sócrates, tomando asiento, dobló la pierna, libre ya de los hierros, la frotó con la mano, y nos dijo: es cosa singular, amigos míos, lo que los hombres llaman placer; y ¡qué relaciones maravillosas mantiene con el dolor, que se considera como su contrario! Porque el placer y el dolor no se encuentran nunca a un mismo tiempo; y sin embargo, cuando se experimenta el uno, es preciso aceptar el otro, como si un lazo natural los hiciese inseparables. Siento que a Esopo no haya ocurrido esta idea, porque hubiera inventado una fábula, y nos hubiese dicho, que Dios quiso un día reconciliar estos dos enemigos, y que no habiendo podido conseguirlo, los ató a una misma cadena, y por esta razón, en el momento que uno llega, se ve bien pronto llegar a su compañero. Yo acabo de hacer la experiencia por mí mismo; puesto que veo que al dolor, que los hierros me hacían sufrir en esta pierna, sucede ahora el placer.
—Verdaderamente, Sócrates, dijo Cebes, haces bien en traerme este recuerdo; porque a propósito de las poesías que has compuesto, de las fábulas de Esopo que has puesto en verso y de tu himno a Apolo, algunos, principalmente Eveno{7}, me han preguntado recientemente por qué motivo te habías dedicado a componer versos desde que estabas preso, cuando no lo has hecho en tu vida. Si tienes algún interés en que pueda responder a Eveno, cuando vuelva a hacerme la misma pregunta, y estoy seguro de que la hará, dime lo que he de contestarle.
—Pues bien, mi querido Cebes, replicó Sócrates, dile la verdad; que no lo he hecho seguramente por hacerme su rival en poesía, porque ya sabía que esto no me era fácil; sino que lo hice por depurar el sentido de ciertos sueños y aquietar mi conciencia respecto de ellos; para ver si por casualidad era la poesía aquella de las bellas [25] artes a que me ordenaban que me dedicara; porque muchas veces, en el curso de mi vida, mi mismo sueño me ha aparecido tan pronto con una forma, como con otra, pero prescribiéndome siempre la misma cosa: Sócrates, me decía, cultiva las bellas artes. –Hasta ahora había tomado esta orden por una simple indicación, y me imaginaba que, a la manera de las excitaciones con que alentamos a los que corren en la lid, estos sueños que me prescribían el estudio de las bellas artes, me exhortaban sólo a continuar en mis ocupaciones acostumbradas; puesto que la filosofía es la primera de las artes, y yo vivía entregado por entero a la filosofía. Pero después de mi sentencia y durante el intervalo que me dejaba la fiesta del Dios, pensé que si eran las bellas artes, en el sentido estricto, a las que querían los sueños que me dedicara, era preciso obedecerles, y para tranquilizar mi conciencia no abandonar la vida hasta haber satisfecho a los dioses, componiendo al efecto versos según lo ordenaba el sueño. Comencé, pues, por cantar en honor del Dios, cuya fiesta se celebraba; en seguida, reflexionando que un poeta, para ser verdadero poeta, no debe componer discursos en verso sino inventar ficciones, y no reconociendo en mí este talento, me decidí a trabajar sobre las fábulas de Esopo; puse en verso las que sabía, y que fueron las primeras que vinieron a mi memoria. he aquí, mi querido Cebes, lo que habrás de decir a Eveno. Salúdale también en mi nombre, y dile, que si es sabio, que me siga, porque al parecer hoy es mi último día, puesto que los atenienses lo tienen ordenado.
—Entonces Simmias dijo: ¡Ah!, Sócrates, qué consejo das a Eveno!, verdaderamente he hablado con él muchas veces; pero, a mi juicio, no se prestará muy voluntariamente a aceptar tu invitación.
—¡Qué!, repuso Sócrates; ¿Eveno no es filósofo?
—Por tal le tengo; respondió Simmias. [26]
—Pues bien, dijo Sócrates; Eveno me seguirá como todo hombre que se ocupe dignamente de filosofía. Sé bien que no se suicidará, porque esto no es lícito.
Diciendo estas palabras se sentó al borde de su cama, puso los pies en tierra, y habló en esta postura todo el resto del día.
—Cebes le preguntó: ¿cómo es, Sócrates, que no es permitido atentar a la propia vida, y sin embargo, el filósofo debe querer seguir a cualquiera que muere?
—¡Y qué!, Cebes, replicó Sócrates, ¿ni tú ni Simmias habéis oído hablar nunca de esta cuestión a vuestro amigo Filolao?{8}
—Jamás, respondió Cebes, se explicó claramente sobre este punto.
—Yo, replicó Sócrates, no sé más que lo que he oído decir, y no os ocultaré lo que he sabido. Así como así no puede darse una ocupación más conveniente para un hombre que va a partir bien pronto de este mundo, que la de examinar y tratar de conocer a fondo ese mismo viaje, y descubrir la opinión que sobre él tengamos formada. ¿En qué mejor cosa podemos emplearnos hasta la puesta del sol?
—¿En qué se fundan, Sócrates, dijo Cebes, los que afirman que no es permitido suicidarse? He oído decir a Filolao, cuando estaba con nosotros, y a otros muchos, que esto era malo; pero nada he oído que me satisfaga sobre este punto.
—Cobra ánimo, dijo Sócrates, porque hoy vas a ser más afortunado; pero te sorprenderás al ver que el vivir es para todos los hombres una necesidad absoluta e invariable, hasta para aquellos mismos a quienes vendría mejor la muerte que la vida; y tendrás también por cosa extraña que no sea permitido a aquellos, para quienes la [27] muerte es preferible a la vida, procurarse a sí mismos este bien, y que estén obligados a esperar otro libertador.
—Entonces Cebes, sonriéndose, dijo a la manera de su país: Dios lo sabe.
—Esta opinión puede parecer irracional, repuso Sócrates, pero no es porque carezca de fundamento. No quiero alegar aquí la máxima, enseñada en los misterios, de que nosotros estamos en este mundo cada uno como en su puesto, y que nos está prohibido abandonarle sin permiso. Esta máxima es demasiado elevada, y no es fácil penetrar todo lo que ella encierra. Pero he aquí otra más accesible, y que me parece incontestable; y es que los dioses tienen cuidado de nosotros, y que los hombres pertenecen a los dioses. ¿No es esto una verdad?
—Muy cierto; dijo Cebes.
—Tú mismo, repuso Sócrates, si uno de tus esclavos se suicidase sin tu orden, ¿no montarías en cólera contra él, y no le castigarías rigurosamente, si pudieras?
—Sí, sin duda.
—Por la misma razón, dijo Sócrates, es justo sostener que no hay razón para suicidarse, y que es preciso que Dios nos envió una orden formal para morir, como la que me envía a mí en este día.
—Lo que dices me parece probable, dijo Cebes; pero decías al mismo tiempo que el filósofo se presta gustoso a la muerte, y esto me parece extraño, si es cierto que los dioses cuidan de los hombres, y que los hombres pertenecen a los dioses; porque, ¿cómo pueden los filósofos desear no existir, poniéndose fuera de la tutela de los dioses, y abandonar una vida sometida al cuidado de los mejores gobernadores del mundo? Esto no me parece en manera alguna racional. ¿Creen que serán más capaces de gobernarse cuando se vean libres del cuidado de los dioses? Comprendo que un mentecato pueda pensar que es preciso huir de su amo a cualquier precio; porque no [28] comprende que siempre conviene estar al lado de lo que es bueno, y no perderlo de vista; y por tanto si huye, lo hará sin razón. Pero un hombre sabio debe desear permanecer siempre bajo la dependencia de quien es mejor que él. De donde infiero, Sócrates, todo lo contrario de lo que tú decías; y pienso que a los sabios aflige la muerte y que a los mentecatos les regocija.
—Sócrates manifestó cierta complacencia al notar la sutileza de Cebes; y dirigiéndose a nosotros, nos dijo: Cebes siempre encuentra objeciones, y no se fija mucho en lo que se le dice.
—Pero, dijo entonces Simmias, yo encuentro alguna razón en lo que dice Cebes. En efecto, ¿qué pretenden los sabios al huir de dueños mucho mejores que ellos, y al privarse voluntariamente de su auxilio? A ti es a quien dirige este razonamiento Cebes, y te echa en cara que te separas de nosotros voluntariamente, y que abandonas a los dioses que, según tú mismo parecer, son tan buenos amos.
—Tenéis razón, dijo Sócrates; y veo que ya queréis obligarme a que me defienda aquí como me he defendido en el tribunal.
—Así es; dijo Simmias.
—Es preciso, pues, satisfaceros, replicó Sócrates, y procurar que esta apología tenga mejor resultado respecto de vosotros, que el que tuvo la primera respecto de los jueces. En verdad, Simmias y Cebes, si no creyese encontrar en el otro mundo dioses tan buenos y tan sabios y hombres mejores que los que dejo en este, sería un necio, si no me manifestara pesaroso de morir. Pero sabed que espero reunirme allí con hombres justos. Puedo quizá hacerme ilusiones respecto de esto; pero en cuanto a encontrar allí dioses que son muy buenos dueños, yo lo aseguro en cuanto pueden asegurarse cosas de esta naturaleza. He aquí por qué no estoy tan afligido en estos [29] momentos, esperando que hay algo reservado para los hombres después de esta vida, y que, según la antigua máxima, los buenos serán mejor tratados que los malos.
—¿Pero qué, Sócrates, replicó Simmias, será posible que nos abandones sin hacernos partícipes de esas convicciones de tu alma? Me parece que este bien nos es a todos común; y si nos convences de tu verdad, tu apología está hecha.
—Eso es lo que pienso hacer, respondió; pero antes veamos lo que Criton quiere decirnos. Me parece que ha rato intenta hablarnos.
—No es más, dijo Criton, sino que el hombre, que debe darte el veneno, no ha cesado de decirme largo rato ha, que se te advierta que hables poco, porque dice que el hablar mucho acalora, y que no hay cosa más opuesta, para que produzca efecto el veneno; por lo que es preciso dar dos y tres tomas, cuando se está de esta suerte acalorado.
—Déjale que hable, respondió Sócrates; y que prepare la cicuta, como si hubiera necesidad de dos tomas y de tres, si fuese necesario.
—Ya sabía yo que darías esta respuesta, dijo Criton; pero él no desiste de sus advertencias.
—Dejadle que diga, repuso Sócrates; ya es tiempo de que explique delante de vosotros, que sois mis jueces, las razones que tengo para probar que un hombre, que se ha consagrado toda su vida a la filosofía, debe morir con mucho valor, y con la firme esperanza de que gozará después de la muerte bienes infinitos. Voy a daros las pruebas, Simmias y Cebes.
Los hombres ignoran que los verdaderos filósofos no trabajan durante su vida sino para prepararse a la muerte; y siendo esto así, sería ridículo que después de haber proseguido sin tregua este único fin, recelasen y temiesen, cuando se les presenta la muerte. [30]
—En este momento Simmias echándose a reír, dijo a Sócrates: ¡Por Júpiter!, tú me has hecho reír, a pesar de la poca gana que tengo de hacerlo en estos momentos; porque estoy seguro de que si hubiera aquí un público que te escuchara, los más no dejarían de decir que hablas muy bien de los filósofos. Nuestros tebanos, sobre todo, consentirían gustosos en que todos los filósofos aprendieran tan bien a morir, que positivamente se murieran; y dirían que saben bien que esto es precisamente lo que se merecen.
—Dirían verdad, Simmias, repuso Sócrates; salvo un punto que ignoran, y es por qué razón los filósofos desean morir, y por qué son dignos de la muerte. Pero dejemos a los tebanos, y hablemos nosotros. La muerte, ¿es alguna cosa?
—Sí, sin duda, respondió Simmias.
—¿No es, repuso Sócrates, la separación del alma y el cuerpo, de manera que el cuerpo queda solo de un lado y el alma sola de otro? ¿No es esto lo que se llama la muerte?
—Lo es, dijo Simmias.
—Vamos a ver, mi querido amigo, si piensas como yo, porque de este principio sacaremos magníficos datos para resolver el problema que nos ocupa. ¿Te parece digno de un filósofo buscar lo que se llama el placer, como, por ejemplo, el de comer y beber?
—No, Sócrates.
—¿Y los placeres del amor?
—De ninguna manera.
—Y respecto de todos los demás placeres que afectan al cuerpo, ¿crees tú que deba buscarlos y apetecer, por ejemplo, trajes hermosos, calzado elegante, y todos los demás adornos del cuerpo? ¿Crees tú que debe estimarlos o despreciarlos, siempre que la necesidad no le fuerce a servirse de ellos? [31]
—Me parece, dijo Simmias, que un verdadero filósofo no puede menos de despreciarlos.
—Te parece entonces, repuso Sócrates, que todos los cuidados de un filósofo no tienen por objeto el cuerpo; y que, por el contrario, procura separarse de él cuanto le es posible, para ocuparse sólo de su alma.
—Seguramente.
—Así, pues, entre todas estas cosas de que acabo de hablar, replicó Sócrates, es evidente que lo propio y peculiar del filósofo es trabajar más particularmente que los demás hombres en desprender su alma del comercio del cuerpo.
—Evidentemente, dijo Simmias; y sin embargo, la mayor parte de los hombres se figuran que el que no tiene placer en esta clase de cosas y no las aprovecha, no sabe verdaderamente vivir; y creen que el que no disfruta de los placeres del cuerpo, está bien cercano a la muerte.
—Es verdad, Sócrates.
—¿Y qué diremos de la adquisición de la ciencia? El cuerpo, ¿es o no un obstáculo cuando se le asocia a esta indagación? Voy a explicarme por medio de un ejemplo. La vista y el oído, ¿llevan consigo alguna especie de certidumbre, o tienen razón los poetas cuando en sus cantos nos dicen sin cesar, que realmente ni oímos ni vemos? Porque si estos dos sentidos no son seguros ni verdaderos, los demás lo serán mucho menos, porque son más débiles. ¿No lo crees como yo?
—Sí, sin duda; dijo Simmias.
—¿Cuándo encuentra entonces el alma la verdad? Porque mientras la busca con el cuerpo, vemos claramente que este cuerpo la engaña y la induce a error.
—Es cierto.
—¿No es por medio del razonamiento como el alma descubre la verdad?
—Sí. [32]
 
—¿Y no razona mejor que nunca cuando no se ve turbada por la vista, ni por el oído, ni por el dolor, ni por el placer; y cuando, encerrada en sí misma, abandona al cuerpo, sin mantener con él relación alguna, en cuanto esto es posible, fijándose en el objeto de sus indagaciones para conocerlo?
—Perfectamente dicho.
—¿Y no es entonces cuando el alma del filósofo desprecia el cuerpo, huye de él, y hace esfuerzos para encerrarse en sí misma?
—Así me parece.
—¿Qué diremos ahora de ciertas cosas, Simmias, como la justicia, por ejemplo? ¿Diremos que es algo, o que no es nada?
—Diremos que es alguna cosa, seguramente.
—¿Y no podremos decir otro tanto del bien y de lo bello?
—Sin duda.
—¿Pero has visto tú estos objetos con tus ojos?
—Nunca.
—¿Existe algún otro sentido corporal, por el que hayas percibido alguna vez estos objetos, de que estamos hablando, como la magnitud, la salud, la fuerza; en una palabra, la esencia de todas las cosas, es decir, aquello que ellas son en sí mismas? ¿Es por medio del cuerpo como se conoce la realidad de estas cosas? ¿O es cierto que cualquiera de nosotros, que quiera examinar con el pensamiento lo más profundamente que sea posible lo que intente saber, sin mediación del cuerpo, se aproximará más al objeto y llegará a conocerlo mejor?
—Seguramente.
—¿Y lo hará con mayor exactitud el que examine cada cosa con sólo el pensamiento, sin tratar de auxiliar su meditación con la vista, ni sostener su razonamiento con ningún otro sentido corporal; o el que sirviéndose del [33] pensamiento, sin más, intente descubrir la esencia pura y verdadera de las cosas sin el intermedio de los ojos, ni de los oídos; desprendido, por decirlo así, del cuerpo por entero, que no hace más que turbar el alma, e impedir que encuentre la verdad siempre que con él tiene la menor relación? Si alguien puede llegar a conocer la esencia de las cosas, ¿no será, Simmias, el que te acabo de describir?
—Tienes razón, Sócrates, y hablas admirablemente.
—De este principio, continuó Sócrates, ¿no se sigue necesariamente que los verdaderos filósofos deban pensar y discurrir para sí de esta manera? La razón no tiene más que un camino que seguir en sus indagaciones; mientras tengamos nuestro cuerpo, y nuestra alma esté sumida en esta corrupción, jamás poseeremos el objeto de nuestros deseos; es decir, la verdad. En efecto, el cuerpo nos opone mil obstáculos por la necesidad en que estamos de alimentarle, y con esto y las enfermedades que sobrevienen, se turban nuestras indagaciones. Por otra parte, nos llena de amores, de deseos, de temores, de mil quimeras y de toda clase de necesidades; de manera que nada hay más cierto que lo que se dice ordinariamente: que el cuerpo nunca nos conduce a la sabiduría. Porque, ¿de dónde nacen las guerras, las sediciones y los combates? Del cuerpo con todas sus pasiones. En efecto; todas las guerras no proceden sino del ansia de amontonar riquezas, y nos vemos obligados a amontonarlas a causa del cuerpo, para servir como esclavos a sus necesidades. he aquí por qué no tenemos tiempo para pensar en la filosofía; y el mayor de nuestros males consiste en que en el acto de tener tiempo y ponernos a meditar, de repente interviene el cuerpo en nuestras indagaciones, nos embaraza, nos turba y no nos deja discernir la verdad. Está demostrado que si queremos saber verdaderamente alguna cosa, es preciso que abandonemos el cuerpo, y [34] que el alma sola examine los objetos que quiere conocer. Sólo entonces gozamos de la sabiduría, de que nos mostramos tan celosos; es decir, después de la muerte, y no durante la vida. La razón misma lo dicta; porque si es imposible conocer nada en su pureza mientras que vivimos con el cuerpo, es preciso que suceda una de dos cosas: o que no se conozca nunca la verdad, o que se la conozca después de la muerte, porque entonces el alma, libre de esta carga, se pertenecerá a sí misma; pero mientras estemos en esta vida, no nos aproximaremos a la verdad, sino en razón de nuestro alejamiento del cuerpo, renunciando a todo comercio con él, y cediendo sólo a la necesidad; no permitiendo que nos inficione con su corrupción natural, y conservándonos puros de todas estas manchas, hasta que Dios mismo venga a libertarnos. entonces, libres de la locura del cuerpo, conversaremos, así lo espero, con hombres que gozarán la misma libertad, y conoceremos por nosotros mismos la esencia pura de las cosas; porque quizá la verdad sólo en esto consiste; y no es permitido alcanzar esta pureza al que no es asimismo puro. he aquí, mi querido Simmias lo que me parece deben pensar los verdaderos filósofos, y el lenguaje que deben usar entre sí. ¿No lo crees como yo?
—Seguramente, Sócrates.
—Si esto es así, mi querido Simmias, todo hombre que llegue a verse en la situación en que yo me hallo, tiene un gran motivo para esperar que allá, mejor que en otra parte, poseerá lo que con tanto trabajo buscamos en este mundo; de suerte que este viaje, que se me ha impuesto, me llena de una dulce esperanza; y hará el mismo efecto sobre todo hombre que se persuada, que su alma está preparada, es decir, purificada para conocer la verdad. Y bien; purificar el alma, ¿no es, como antes decíamos, separarla del cuerpo, y acostumbrarla a encerrarse y recogerse en sí misma, renunciando al comercio [35] con aquel cuanto sea posible, y viviendo, sea en esta vida, sea en la otra, sola y desprendida del cuerpo, como quien se desprende de una cadena?
—Es cierto, Sócrates.
—Y a esta libertad, a esta separación del alma y del cuerpo, ¿no es a lo que se llama la muerte?
—Seguramente.
—Y los verdaderos filósofos, ¿no son los únicos que verdaderamente trabajan para conseguir este fin? ¿No constituye esta separación y esta libertad toda su ocupación?
—Así me lo parece, Sócrates.
—¿No sería una cosa ridícula, como dije al principio, que después de haber gastado un hombre toda su vida en prepararse para la muerte, se indignase y se aterrase al ver que la muerte llega? ¿No sería verdaderamente ridículo?
—¿Cómo no?
—Es cierto, por consiguiente, Simmias, que los verdaderos filósofos se ejercitan para la muerte, y que esta no les parece de ninguna manera terrible. Piénsalo tú mismo. Si desprecian su cuerpo y desean vivir con su alma sola, ¿no es el mayor absurdo, que cuando llega este momento, tengan miedo, se aflijan y no marchen gustosos allí, donde esperan obtener los bienes, por que han suspirado durante toda su vida y que son la sabiduría, y el verse libres del cuerpo, objeto de su desprecio? ¡Qué! Muchos hombres, por haber perdido sus amigos, sus esposas, sus hijos, han bajado voluntariamente a los infiernos, conducidos por la única esperanza de volver a ver los que habían perdido, y vivir con ellos; y un hombre, que ama verdaderamente la sabiduría, y que tiene la firme esperanza de encontrarla en los infiernos, ¿sentirá la muerte, y no irá lleno de placer a aquellos lugares donde gozará de lo que tanto ama? ¡Ah!, mi querido Simmias; [36] hay que creer que irá con el mayor placer, si es verdadero filósofo, porque estará firmemente persuadido de que en ninguna parte, fuera de los infiernos, encontrará esta sabiduría pura que busca. Siendo esto así, ¿no sería una extravagancia, como dije antes, que un hombre de estas condiciones temiera la muerte?
—¡Por Júpiter!, sí lo sería, respondió Simmias.
—Por consiguiente, siempre que veas a un hombre estremecerse y retroceder cuando está a punto de morir, es una prueba segura de que tal hombre ama, no la sabiduría, sino su cuerpo, y con el cuerpo los honores y riquezas, o ambas cosas a la vez.
—Así es, Sócrates.
—Así, pues, lo que se llama fortaleza, ¿no conviene particularmente a los filósofos? Y la templanza, que sólo en el nombre es conocida por los más de los hombres; esta virtud, que consiste en no ser esclavo de sus deseos, sino en hacerse superior a ellos, y en vivir con moderación, ¿no conviene particularmente a los que desprecian el cuerpo y viven entregados a la filosofía?
—Necesariamente.
—Porque si quieres examinar la fortaleza y la templanza de los demás, encontrarás que son muy ridículas.
—¿Cómo, Sócrates?
—Sabes que todos los demás hombres creen que la muerte es uno de los mayores males.
—Es cierto, dijo Simmias.
—Así que cuando estos hombres, que se llaman fuertes, sufren la muerte con algún valor, no la sufren sino por temor a un mal mayor.
—Es preciso convenir en ello.
—Por consiguiente, los hombres son fuertes a causa del miedo, excepto los filósofos: ¿y no es una cosa ridícula que un hombre sea valiente por timidez?
—Tienes razón, Sócrates. [37]

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Patricio de Azcárate · Obras completas de Platón
Madrid 1871, tomo 2, páginas 187-210

 

 

 


 

 

 

 


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